13 diciembre 2016

13:12

No sé qué había de mí en ese pasillo. No sé por qué me aprendí sus baldosas, sus esquinas, sus paredes. No sé qué esperé encontrar en él, recorriéndolo una y otra vez. Me inducía un sabor agridulce, un dolor en diferido, un auto engaño prolongado. Recuerdo el túnel interminable, aunque ahora parece que medía a penas unos centímetros, pero mi persistencia lo ascendía a infinito. Una etapa de negación, de fijación. Una inquietud distraída, un miedo en pausa. El mal menor, lo llaman.

Entonces, el fogonazo. Una luz viscosa -de gelatina- inundó el espacio. Una semilla había caído en algún lugar del presente. El inconformismo adormecido pero latente se rebeló ante el mal menor, poco a poco, con disimulo. Se escapaba entre síes y noes, se hacía preguntas. Respondió el fruto prohibido, ése que desafiaba al molde en el que vertía las vivencias. Apetecible, pero desconocido. Un mordisco de fuego, un temblor expectante... Una quietud aún hiriente, una esperanza sanadora. El mordisco de neófita que me hizo valiente.

London, 2016

Lisboa, 2016

Las cuatro paredes que me abrazaban me hacían sentir segura. Fuera de ellas pasaban cosas que no sabía. Las miraba de reojo a través de una ventana. Quería descubrir algo, curiosa, pero no demasiado, temiendo ganas de más. No pensé en que los muros también pueden derrumbarse y que, si se sienten temblar, a veces es mejor coger un autobús, aunque sea de los que llegan media hora tarde y hacen dudar sobre si ya han pasado o no, y bajarse en la próxima parada.

*

Cuánto hablamos de convivir con los y las demás. Y qué poco de las gominolas con forma de osito. Mm. No. Eso no era lo que quería decir. ¿Qué era entonces?